domingo, 2 de febrero de 2014

EL BESAMANOS


Primero que nada, disculparme ante los que siguen este blog por el tiempo que he estado ausente, sin escribir absolutamente nada. No ha habido una razón única y poderosa que me impidiera escribir, sino una multitud de pequeñas razones que han hecho –y supongo que en futuro podrá ocurrir lo mismo-, que no tuviera tiempo o ganas para sentarme a escribir.

De muchas cosas podría haber compartido mi reflexión o mis pensamientos, pues no ha sido un periodo en el que no haya ocurrido nada. En la vida, cada día ocurren cosas, muchas cosas, y sobre todas ellas pensamos y reflexionamos, aunque no todos los pensamientos son aconsejables ponerlos en negro sobre blanco y menos difundirlos abiertamente. Es pura prudencia y pura cortesía lo que aconseja esto. Pero acontecimientos mayores y menores, públicos y privados e íntimos no faltan en la vida de nadie y sobre ellos son sobre los que me gusta escribir en este blog. Por eso digo que mi ausencia del blog  ha sido más una cuestión de disponibilidad de tiempo y de mente que una falta de acontecimientos sobre los que hablar.

Pasado ya el mes de enero, España, nuestra España y mucho más nuestra Andalucía, sigue como hasta ahora, pendiente de ese cambio o revolución que no termino de imaginar cómo tiene que ser, pero que tampoco termina de llegar. Sin embargo, la vida cotidiana sigue y las personas tienen que seguir en el día a día sin ahogarse en las penas, y superando los inconvenientes como pueden.

En este contexto se agradecen hechos y actuaciones como los de Antonio Amado y Mari Carmen Aragón, que han celebrado sus veinticinco años de casados y lo han celebrado invitándonos a muchos –éramos realmente un tropel-, a una fiesta en la que, sin alharacas ni exageraciones, donde, desde mi punto de vista, ha primado más el encuentro que la apariencia y la ostentación, han querido congregar a un grupo de personas para que se diviertan un rato, aportando un gran grano de arena a la felicidad colectiva. Con los tiempos económicos que corren, se agradece este tipo de esfuerzos sobre todo cuando podrían haberlo celebrado más privadamente.

La fiesta, que empezó a las 8 de la tarde, terminó en la madrugada –no sé exactamente a qué hora, pero yo me marché a las 4 de la mañana-, y fue realmente divertida, con música en directo y enlatada, baile, y bebidas para animar al personal. Sobre las dos de la mañana pasaron un caldito y unos pepitos de filete, al modo en que se hace en las ferias de Andalucía, que permitió prolongar la fiesta y reactivarla.

Pero ese día, lo que más me llamó la atención y de lo que me acuerdo de forma recurrente, no fue la fiesta –con todo lo bien que me lo pasé-, ni de lo guapa que iba Susana – que iba guapísima-, ni de la mojada que nos pillamos al salir de la fiesta pues ese fin de semana fue de temporal, sino de algo relacionado con la ceremonia religiosa que hubo antes de la fiesta.

Antonio y Mari Carmen son profundamente creyentes, no al estilo de las beatas ni de los meapilas, sino de una manera íntima y de plena convicción,  y sin imposición a nadie. Realmente, no parecen personas con tanto convencimiento religioso como realmente tienen. Esto explica que ellos quisieran que la fiesta por el aniversario comenzara con una celebración religiosa, un casamiento en la Iglesia, vamos.

Y allí estaba yo, claro. Y todo transcurría con la monotonía repetitiva que tienen las ceremonias religiosas, por consabidas, con las pequeñas variaciones del sacerdote, del coro que acompañó la ceremonia –al que pertenece Mari Carmen-, de la canción al piano de uno de los sobrinos, acompañado de la maravillosa voz de su novia y poco más. Pero casi al final, ocurrió algo que nunca había presenciado y que me gustó mucho, lo que más de aquel día.

El sacerdote pidió al matrimonio que se sentara en las sillas con brazos que les habían servido de asiento a lo largo de la ceremonia, y pidió a los hijos  -los dos que tienen, que hacían de padrino y madrina-, que, arrollidándose ante ellos, besaran las manos de sus padres en señal de respeto y sumisión; no en señal de sumisión por jerarquía y poder, sino en señal de sumisión por respeto y agradecimiento, pero sobre todo por respeto, advirtiendo en sus palabras el sacerdote que esa sumisión no era limitativa de la libertad del ser humano sino, insistía, de agradecimiento y respeto.

Me emocionó ver el beso de sus dos hijos en las manos de sus padres. Me pareció memorable y activó en mí un sentimiento de agradecimiento y  respeto hacia mis progenitores, hacia mi padre y mi madre.

De todos es sabido los enfrentamientos generacionales e ideológicos que he tenido –fundamentalmente cuando era joven- con mis padres. Pero el tiempo y los años que voy acumulando me han ido templando la tolerancia y he entendido que cada persona tiene su sino, su derrotero, y cada cual piensa y afronta la vida a su manera y que estas diferencias no son incompatibles con el cariño y con el amor. El tiempo y el ser padre me han hecho entender también que por los hijos se da la vida si hace falta por más tensiones que genere el que uno quiera que los hijos sigan el derrotero que uno imagina y no el que ellos mismos van marcando en su día a día.

Por eso, aquel día en la ceremonia religiosa, me hubiera gustado ser yo la persona que se arrodillara ante mis padres y, haciendo abstracción de todos los pormenores de mi relación con ellos, besarles las manos en señal de respeto por haberme dado la vida y por los desvelos y sinvivires que han tenido por mi sola existencia, y en señal de agradecimiento por todo ello.

Les hubiera dicho: papá, mamá, ante vosotros me arrodillo y beso vuestras manos en señal de sumisión, respecto y agradecimiento.

1 comentario:

  1. Te echaba de menos.
    Todos los días cuando leo el blog de Juan Ig., pincho en el tuyo y hoy...¡sorpresa!, por fin un nuevo texto.
    En varias ocasiones me he emocionado con tus palabras; pero, con estas, especialmente.
    Maravilloso aprendizaje.
    Me ha venido a la memoria aquella gran oportunidad que nos dio el primo Cuqui en el entierro de papá, para pedirle perdón por todos los desvelos y sinvivires que hubiésemos podido causarle.
    María José.

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