martes, 19 de noviembre de 2013

EN BABIA (MICRORRELATO)


Siempre que atravesaba esa larga avenida con varios puntos semafóricos en los diferentes pasos de peatones que existen en la misma, pensaba lo mismo, que quién sería el responsable municipal que había decidido que los semáforos estuvieran con la luz ámbar intermitente encendida al tiempo que los peatones tenían encendida la luz verde que les permitía cruzar la ancha calle.

Le costó mucho tiempo entender la dinámica de funcionamiento de esos semáforos y la lógica a la que respondían, ya que no le parecía razonable que se permitiera el paso a ambos usuarios al mismo tiempo en un calle de esa magnitud, si bien, cierto es, los vehículos rodados, al estar intermitente la luz ámbar, avisados quedaban de que debían circular con precaución.

 A base de observación, con el tiempo cayó en la cuenta de que realmente el semáforo se ponía en rojo para los vehículos al tiempo que se ponía en verde el de los peatones, para inmediatamente, diez o quince segundos después, pasar del rojo al ámbar intermitente y así los vehículos podían iniciar la marcha si los peatones ya no ocupaban su frente o no lo iba a ocupar alguno de los que hubiesen iniciado el recorrido del paso de cebra. Esta intermitencia anaranjada dirigida a los motorizados no cambiaba el color verde que guiaba a los peatones, ya que se mantenía este color durante, al menos, un largo medio minuto más.

Este funcionamiento le confundió durante mucho tiempo pues, considerando que el rojo para los conductores iniciaba la marcha de los peatones, no terminaba de asociar  el anaranjado intermitente con el paso de peatones guiados en su cruzar por la seguridad que da el hacerlo con la luz verde encendida.

No era la única persona que sufría tan extraña lógica en el funcionamiento de los semáforos porque eran muchos los frenazos, incidentes, y sustos que se daban en aquella larga calle, y muchos los conocidos que se quejaban de lo mismo. No entendía, pues, que el Departamento de Tráfico mantuviera esa manera de funcionar de esos puntos semafóricos. Todo sería acorde a la legalidad en materia de señalización , pero ¿tan difícil era mantener en rojo la luz dirigida a los vehículos los treinta segundos que se abría el paso a los viandantes?.

Esa era la razón de que siempre que pasaba por esa calle, al cruzar uno de los seis puntos semafóricos existentes, redujera la velocidad un poco y pusiera especial atención en mirar si había algún peatón con intención de cruzar –estos eran los más peligrosos pues se lanzaban en la seguridad de que podían cruzar la calle sin problema y te los encontrabas de súbito- o iniciando el recorrido de la alfombra de piel de cebra sobre el asfalto, amén de los que ya estaban a medio recorrido.

Ese día, en ese observar, medio instintivo medio consciente, para evitar el peligro, lo vio. Hacía veinticinco años que no lo veía y aún así le dio un vuelco el corazón. Frenó de forma casi imprudente y, por supuesto, innecesaria, algo alejado del paso de cebra, y se quedó observándolo. La causalidad hizo que él cruzara la calle por ese punto semafórico, con luz ámbar intermitente cuando inició el paso sobre él. Había envejecido, como era natural. Los años no pasan en balde para nadie, pero, pese a los años, seguía manteniendo la esencia de su silueta, de su imagen, lo que le permitió reconocerlo.

El corazón, sin saber por qué, se le aceleró. Experimentó una sensación extraña parecida al vértigo aunque podría decirse que, al tiempo, agradable. Instintivamente bajó la visera sobre la luna delantera del coche en un acto reflejo de ocultamiento. Pudo ver cómo hacía el recorrido completo y cómo no había perdido su peculiar forma de caminar. El color rojo del polo que él llevaba hizo que se retrotrajera involuntariamente a otros tiempos y sus ojos brillaron. Por un momento  pensó en tocar el claxon para llamar su atención, orillarse en la zona de aparcamiento y saludarlo, pero lo sopesó y lo descartó. Cuando terminó de cruzar la calle, empezaron los típico bocinazos de otros conductores impacientes por continuar su camino, por lo que no le quedó más remedio que iniciar la marcha y alejarse poco a poco.

Los pensamientos se le aceleraron mientras conducía y se arrepintió rápidamente de no haberlo avisado para poder saludarlo y hablar con él, por lo que decidió dar la vuelta en la rotonda existente al final de la avenida e intentar alcanzarlo o buscarlo, si hacía falta, por la zona donde lo vio.

En su percepción fue eterno el tiempo que tardó el alcanzar la rotonda y la espera que tuvo que realizar en los dos puntos semafóricos que quedaban hasta ella. Por fin la alcanzó, la rodeó e invirtió el sentido para dirigirse a donde lo había visto cruzar la calle; sólo tuvo que esperar en uno de los puntos semafóricos de los dos que había parado antes de alcanzar la rotonda y, por fin, llegó a la altura de la avenida donde lo había visto cruzar, pero no lo vio en todo el recorrido de la acera que alcanzaba con su vista.

Decidió continuar la marcha un poco más por si había caminado en ese sentido y así lo hizo, pero, justo al iniciar la acción, le llamó la atención un grupo de personas arremolinadas en medio de la calle que entorpecían la circulación. Decidió aparcar el coche, y dirigirse en la dirección en que estaba ese grupo de personas.

“Han atropellado a un hombre”, oyó que se decían unas a otras las personas que se interesaban sobre lo que ocurría. Se aproximó para ver qué ocurría y se le paró el corazón cuando vio a un hombre con un polo rojo tendido en el suelo con un charco de sangre enorme, que crecía y crecía, saliendo de su cabeza. No era necesario criterio médico alguno para saber que estaba muerto. Era evidente.

Gritó, chilló, lo llamó por su nombre, perdió los nervios, se le bajó la tensión y se le vino abajo su vitalidad no pudiéndose tenerse en pié, cayó arrodillada en el suelo y lloró desconsoladamente impresionada por lo que presenciaban sus ojos.

Tuvo que ser asistida por los equipos de emergencia.

Horas más tarde, después de caminar sin cansarse por calles y calles, consiguió reunir fuerzas para regresar a su casa donde. al entrar, su marido, que estaba viendo la televisión, le preguntó si le había pasado algo, que tenía muy mala cara.

-Nada. No me pasa nada. Es que estoy muy cansada- dijo con desgana.

-Entonces, cariño -dijo su esposo-, siéntate aquí conmigo y descansa mientras vemos este interesantísimo programa sobre las infidelidades de pensamiento dentro de la pareja.

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