domingo, 20 de octubre de 2013

LA FATIGUITA AÉREA


Siempre que vuelo, no con mis propias alas, ya quisiera yo, sino como un sardina en lata pero en un avión, me pasa lo mismo, salvo esta vez que ha sido todo muy liviano.

Siempre que vuelo, cuando el avión está alcanzando la altura máxima –esto lo sé porque noto que el aparato tiene todavía, pese a que ya el despegue queda lejos, un par de grados de inclinación, algo casi imperceptible-, hay un momento en que la presión atmosférica dentro del avión alcanza una envergadura suficiente para desencadenar dentro de mi oído algo que tiene como resultado que todo empieza a darme vueltas y más vueltas, como si estuviera borracho en el escalón previo al coma etílico.

La situación me genera unas ganas de vomitar irreprimibles y tengo que hacer un esfuerzo descomunal para no vaciar mi estómago en cualquier sitio, sí, en cualquier sitio, ya que en las compañías llamadas de low cost no te facilitan ni bolsa de papel para las vomiteras aéreas.

Todo dura escasamente un minuto -no creo que pudiera aguantar más tiempo sin vomitar-, hasta que, repentinamente, mis oídos se descongestionan o descomprimen, como si los tímpanos, casi al unísono, empujasen, actuando  a modo de piezas de artillería, toda la presión que los oprimía. Justo en ese momento empieza a amainar la tormenta en mi controlador del equilibrio y empiezan a calmarse las vueltas y los mareos. Todo termina con un sudor frío que me alivia.

Siempre ha sido así. Todas las veces. Pero en esta ocasión el vértigo ha sido casi imperceptible  y apenas ha durado unos segundos.

Ha sido todo un alivio pues, realmente, lo paso muy mal cuando me pasa.

Espero que lo ocurrido en esta ocasión no haya sido una excepción sino un premio que mi cuerpo me ha dado a la constancia, como un premio  a la edad o al mérito de no haber desistido de viajar en avión pese a este inconveniente, aunque lo dudo

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